Redacción (Pascual Tamburri Bariain, un pensador español. Pamplona, España, 22 de noviembre de 1970 – Estrasburgo, Francia, 2017 al 30 de marzo. Pascual Tamburri Bariain fue un intelectual español, profesor, doctor en historia medieval y licenciado en ciencias políticas y de derecho, analista político y amante de la montaña. Facilitado a Lasvocesdelpueblo por fuente de Tribuna Vasco) -. Pocos días antes de morir, Pascual Tamburri había enviado a la revista “Razón Española” este pequeño ensayo sobre la relación de la banda terrorista ETA con el tráfico y el consumo de drogas, texto que, a la sazón, habría de convertirse en su último artículo publicado. Pamplona (España), sábado 8 de abril de 2017. Fotografía: La banda terrorista ETA durante la lectura de un de sus comunicados de la tregua contra la matanza de los civiles españoles. Archivo Efe.
El hachís y la marihuana, «drogas blandas», y la cocaína, el speed, la química en general y la heroína en su retorno son drogas. Matan, crean enfermedades físicas y psíquicas incurables y tienen un coste económico y social enorme para el Estado y sobre todo para el pueblo. Pero se han convertido de distintos modos en símbolos de unas generaciones, y ha sido así porque la izquierda ha impuesto sin resistencia la asociación ―patológica― entre consumo masivo de drogas y modernidad y normalidad. Asociación aún más enfermiza y más profundamente arraigada en el entorno nacionalista vasco.
La izquierda impulsa en 2017 en Barcelona la celebración de una convención del ArcView Group, a favor de la legalización del cannabis. Una bandera que hoy es de Podemos, aún más de Bildu-batasuna, y a la que ni IU ni PSOE dicen que no. Tampoco el centro, seamos claros. La alcaldesa Ada Colau ya ha indultado más de cien clubs de fumadores, algunos dedicados al contrabando. Y las cosas son aún más graves en el País Vasco y en Navarra.
Decíamos hace unas semanas en La Tribuna del País Vasco que, en el mundo abertzale, las cosas van mucho más allá. El Gobierno vasco ha presentado una Ley de Adicciones que permite, regula y, en definitiva, favorece el consumo de cannabis. Por una vez, el Gobierno nacional la ha recurrido ante el Tribunal Constitucional, pero como sabemos eso quiere decir muy poco. Y mucho menos con un Mariano Rajoy que se cree necesitado de los votos del PNV. ¿Y por qué quiere el PNV que los vascos se droguen? Palabrería aparte, porque el cambio social que han favorecido durante décadas ha creado una sociedad de policonsumidores; es difícil estéticamente incluso separar el mundo abertzale del consumo de drogas. Y tenerlos contentos implica legalizar lo que hacen. No sólo ellos lo hacen, por cierto, porque el cambio social es mucho más amplio; pero a ellos les afecta mucho más.
En este asunto el punto de vista abertzale ha sido sucesivamente ambiguo, contradictorio e hipócrita. Pero siempre, por distintos medios, criminal.
ETA mató entre 1960 y 2009 al menos a 32 personas diciendo que se dedicaban al tráfico de drogas. La cruzada de ETA contra el narcotráfico se limitó durante más de un decenio a asesinar a pequeños presuntos camellos. El discurso abertzale era sencillo: venden droga, y hacen daño a la juventud vasca; son colaboradores de la Guardia Civil, a la que dan información, que a cambio los protege, y los usa además para corromper a la supuestamente «pura Euskalherria». ¡Qué pena que no fuese verdad! Pero propagandísticamente muchos lo creyeron, o lo aceptaron, durante décadas. ¿Acaso no veían lo que al mismo tiempo consumían, y vendían, los mismos abertzales asesinos?
Los terroristas atentaron con bombas contra locales de ocio juvenil, como el pub El Huerto de San Sebastián en 1980; la discoteca Txitxarro, en Guipúzcoa en 2000; la sala Universal, en Lacunza en 2001; o la discoteca Bordatxo, en Santesteban en 2005. La organización terrorista asesinó, subiendo un escalón más allá de los supuestos traficantes locales (¿enemigos o simplemente competencia?) a José Antonio Santamaría, ex jugador de la Real Sociedad y propietario de la discoteca ibicenca Ku, al que acusaba de traficante… y de informador de la Policía. En 1994 fue asesinado un amigo de Santamaría, José Manuel Olarte, en una sociedad gastronómica de San Sebastián.
El comentario que hizo en los años 90 el portavoz de HB, Floren Aoiz, insistió en el tradicional discurso de ETA: «la droga sirve de arma complementaria a los diferentes aparatos de represión». Con ella «se corrompe a la sociedad vasca y se desorienta a la juventud en el verdadero objetivo de liberación personal y colectiva que se manifiesta en la lucha revolucionaria» y a la vez se mantiene una red de informadores y colaboradores policiales. Veinte años después, uno de los ideólogos de Podemos, el profesor Juan Carlos Monedero, recuperó este discurso: «¿Por qué ETA empezó a asesinar a dealers (camellos) en el País Vasco? Porque resulta que se empezó a distribuir heroína por parte de la Policía en sitios donde la gente podía optar por otras salidas políticas, así que era mejor que se metieran en la heroína» (enlace) . Enemigos, pues, de la patria y del pueblo. ¿Seguro?
«Amonal o metralleta, traficante a la cuneta»
La Policía y la Guardia Civil dijeron y demostraron muchas veces, que mientras ETA decía perseguir al narcotráfico, había y hay personas de su entorno relacionadas con esta actividad. Los miembros de la familia Bañuelos, y luego Juan Fernández Aspiazu y el abogado donostiarra José María Pérez de Orueta no fueron, así, asesinados por traficantes, sino por ser rivales comerciales. O quizás algunos de ellos por ser rivales políticos y como manera de unir a la muerte el descrédito.
Desde el principio casi de la «segunda ETA» había muchos miembros de los comandos adictos o ex adictos a los estupefacientes, y muchos más aún en su entorno social militante. Por ejemplo, en 2010, un comando desarticulado en Ondárroa tenía 39 dosis de cocaína y sustancias para el corte, además de balanzas para pesar la droga. Eso no era inocente, y ni siquiera para su consumo, evidentemente. Era droga destinada a la venta. Eso sí, su venta «militante».
Ya no se trata de un asesino toxicómano, como había sido Ignacio Rekarte y muchos otros. ETA y sus brazos políticos, juveniles, sociales y culturales no sólo consumen y hace ostentación de consumir, sino que han estado implicados en tan ilustre comercio. Razón probable por la que en partes importantes de la sociedad vasca y navarra el consumo es mucho mayor en extensión e intensidad que en otros lugares de España.
¿Una nueva «normalidad revolucionaria»? ETA, como otros grupos terroristas del mundo, como las FARC colombianas, con las que los etarras han tenido vínculos de «solidaridad internacionalista» (enlace), obtiene gran parte de sus ingresos de la droga. ¿Y a quién vendían la droga los etarras? A los jóvenes vascos. Los suyos y los otros. El escritor italiano Roberto Saviano explicó y demostró que ese entorno militante ha traficado, a veces en contacto con otros grupos militantes, y a la vez recurre a la ideología para justificar sus actos (enlace): tanto los asesinatos de unos acusados de traficantes como la existencia de sus traficantes en sus propios espacios sociales.
La droga creció en toda España, a impulso de la izquierda política e intelectual y a tolerancia inerme del centro por tres veces en el gobierno. Fue el PSOE de Felipe González el que despenalizó el consumo de drogas. A partir de ahí, los etarras y batasunos han ejercido el control social mediante la eliminación de unos traficantes y la extensión de las drogas por otros.
¿Eran los criminales abertzales la defensa de la sociedad contra las drogas? Todo lo contrario. Sus simpatizantes y afiliados son con enorme frecuencia consumidores múltiples y son animados a serlo. Sus terroristas son consumidores, valga por todos el criminal «Txeroki» que antes de decidir y ordenar un asesinato se fumaba un porro. (enlace) Como muchos de sus camaradas. Y su banda ―es materia demostrada y juzgada― ha tenido décadas de relaciones con las FARC colombianas, que de drogas algo saben. Así que no se trató de una cruzada de los abertzales contra las drogas, como a veces se presentó para justificar crímenes, sino de la preferencia por ciertos estilos, ciertos consumos y ciertos distribuidores frente a otros. Quien tenga alguna duda, tiene muchos locales juveniles de ese submundo para comprobarlo. Y no tan juveniles.
El hachís ―el de «Txeroki», el de Rekarte y el de cualquiera― es una droga, una droga muy peligrosa, que mata, que crea enfermedades físicas y psíquicas incurables y que, en definitiva, tiene un coste económico y social enorme para el Estado y sobre todo para el pueblo español (enlace). Es, además, un foco de ilegalidad capilar, que llega hasta cada aula y cada centro de trabajo, que permite la creación de redes de delincuentes. Eso les gusta. En el caso del hachís, añadiéndose al resto de problemas creados por la marihuana, y por si fuese poco, es un gran negocio internacional de nuestro gran rival geoestratégico, Marruecos, que financia con la corrupción de nuestra sociedad las debilidades de la suya. Un gran negocio a largo plazo.
Hasta aquí, los hechos. No seremos nosotros los que ejerzamos de puritanos, ni en esto ni en nada. No olvidamos las experiencias vitales de Ernst Jünger, con o sin Albert Hofmann, con cannabis o con LSD. Ni la azarosa vida, muy explicable por lo demás, de más de un piloto militar como Hermann Göring. Y de muchos otros. Pero las que en una minoría pueden ser decisiones individuales, de las que cada uno es responsable moral y socialmente, se convierten en hecatombes cuando pasan a ser un hecho de masas. Pues bien, nosotros vivimos en una sociedad de masas en la que el consumo de drogas y la adicción a las mismas no son ya minoritarios, ni marginales, sino que definen partes enteras de la comunidad. Incluso para algunos son un signo de identidad.
En nuestra sociedad está ampliamente difundida la idea de que las drogas (blandas o no) son inocuas, y comentarios necios tan habituales como «el tabaco es peor» o «el alcohol mata más gente». La ignorancia es lamentable en el pueblo, pero es denunciable en los formadores de la opinión pública; pues bien, esos lugares comunes tan peligrosos, que fomentan y toleran el consumo de drogas, son tópicos progresistas en toda España y en gran medida nacionalistas y de la extrema izquierda en Navarra y el País Vasco.
En general, es la izquierda la responsable de cuanto sucede, es la izquierda la que reblandeció unas normas penales ya de por sí laxas, es la izquierda ―no lo olvidemos, porque hay fotografías― la que ha fumado porros en las Cortes o ha invitado a los jóvenes a «colocarse». El progresismo ―en todas sus siglas― está llamado a responder de este cáncer social, extendido ya a tres o cuatro generaciones. El centrito, por su parte, peca sólo y nada menos, como en muchas otras cosas, de sumisión total a la norma social progresista que otros crearon e impusieron sin respuesta ni resistencia, ni tanto menos marcha atrás.
Da igual si gobierna el centroderecha o no. Aunque los institucionalmente progres no manden, el PP ha demostrado en esto no quererse alejar nada del PSOE, o si acaso adelantarlo en «tolerancia». ¡Corcuera al lado de según quién queda como un peligroso reaccionario! Hoy se sabe, tanto como hace unas décadas y con menos excusas, que el hachís hiere y la marihuana atonta; y que no son malos por ser ilegales, sino que deben ser tan ilegales como cualquier droga, porque matan. Es insólito que los mismos que son talibanes contra el tabaco y ―cosa culturalmente necia― contra el alcohol sean defensores o consentidores de estas formas de adicción malas sin paliativos. Que tienen la ventaja de mantener «ocupadas» y satisfechas a partes de la juventud, y de servir de símbolo para otras. ¿Por qué siguen callando ante la relación, ya más que histórica, entre ETA y su submundo y las drogas? ¿Querría la izquierda batasuna llevar a sus gaztetxes las normas de su, por lo demás, admirada Unión Soviética? No sería mala idea, no…