septiembre 5th, 2017 by lasvoces
Redacción (sacerdote español Gerásimo Fillat Bistuer) – Me presento. Soy Gerásimo Fillat Bistuer. Nací en Barbastro el 5 de marzo de 1902, el mismo año que Josemaría Escrivá, paisano mío por tanto y al que volví a encontrar años después cuando cursábamos teología en Zaragoza. Hospitalet de Llobregat (Barcelona), martes 5 de septiembre de 2017. Fotografía: HOSPITALET DE LLOBREGAT (BARCELONA) ESPAÑA, domingo 03.09.2017. Misa de homenaje al sacerdote catalán Custodio Ballester Bielsa (en la derecha de la imagen), tras su expulsión de Cataluña por decir la ‘Verdad’ y defender la Unidad de España. Un baño de masa se ha dado Custodio, más de medio millar de personas con catalanes que han tenido que esperar fuera de la Parroquia por aforo superado. Lasvocesdelpueblo.
Sintiendo la vocación sacerdotal, ingresé muy joven en el Seminario de Barbastro. Luego, un tiempo en Valladolid hasta que recalé finalmente en el Seminario Conciliar de San Valero y San Braulio de Zaragoza que junto con el Seminario de San Francisco de Paula, se repartía los seminaristas de entonces. Allí estuve un curso completo y la mitad del siguiente, pues en noviembre de 1922 me incorporé al Real Seminario de San Carlos para cursar el cuarto año de teología. Mi aplicación en los estudios me permitió disfrutar de una beca entera y media pensión. El expediente académico tuvo poca cosa que envidiar al de San Josemaría Escrivá, condiscípulo mío, aunque él me superó por bien poco: logré 14 meritissimus, 5 benemeritus y dos meritus. Hice el también el primer curso de Derecho Canónico. Nunca quise ser un cura de misa y olla.
Sucedió en aquellos años algo que me marcó profundamente: el cobarde asesinato del cardenal arzobispo de Zaragoza Juan Soldevila el 4 de junio de 1923 a manos de los anarquistas Francisco Ascaso y Rafael Torres Escartín, miembros del grupo anarco terrorista Los Solidarios, del cual formaba parte también Buenaventura Durruti.
El cardenal Soldevila, Senador del Reino por derecho propio, defendió los regadíos para nuestros campos secos, por lo que se hizo muy popular entre los aragoneses. Promovió la creación de la Caja de Ahorros de la Inmaculada y apoyó numerosas iniciativas de justicia social como la construcción de viviendas para los obreros. Se significó también por sus posiciones políticas tradicionalistas y su apoyo al sindicalismo católico con gran eficacia, convencido de la necesidad y posibilidad de mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras, convirtiéndose así en objetivo prioritario del sindicalismo revolucionario. Y es que los reformistas siempre acaban frenando las revoluciones…
Desde los sectores anarquistas, de fuerte implantación en Zaragoza, se realizó una fuerte campaña para criminalizar su actuación presentándolo como un ser amoral, ejemplo de todos los vicios y financiador del terrorismo patronal en Barcelona. El intento de esa campaña era por un lado desprestigiar la obra social del prelado y por otro, justificar su asesinato. Veinte balazos impactaron en el coche del cardenal a las puertas de la Casa-Asilo de las hermanas de San Vicente de Paúl y dos balas atravesaron el gran corazón de Juan Soldevila.
Quedé profundamente impactado. Nuestro Arzobispo había sido asesinado por los anarquistas por haber aplicado la Rerum Novarum de León XIII, por haber buscado -sin violencias ni luchas de clases- la justicia social del Evangelio. Estaba claro que el anarcosindicalismo y sus aliados activos o pasivos no iban a permitir que la Iglesia católica saliera de los templos y quisiese transformar la sociedad según la ley de Cristo. Me prometí a mí mismo aprender la lección y sacar mis consecuencias.
Por fin llegó el día tan esperado. En la quinta semana de Cuaresma, el 28 de marzo de 1925, sábado ante Dominicam Passionis, don Miguel de los Santos y Díaz Gómara me ordenó sacerdote de Jesucristo junto a Josemaría Escrivá y a ocho compañeros más. Casi inmediatamente fui nombrado Coadjutor de Aliaga, luego en Villamayor; en 1928 Cura Regente de Bordón y en 1930 de La Cuba y encargado de Olocau del Rey.
Fue en noviembre de 1931 cuando fui de nuevo promovido y nombrado Ecónomo de Letux, provincia de Zaragoza, parroquia con categoría de Ascenso, que tenía entonces 1200 almas. En abril se habían celebrado las elecciones municipales que propiciaron la caída de la monarquía alfonsina y el advenimiento de la Segunda República, que había traído consigo un ayuntamiento republicano a cuya cabeza se encontraba José Artigas (del Partido Republicano Radical Socialista) y que había vencido, de manera no del todo clara, en la repetición de las elecciones el 31 de mayo de 1931.
El panorama que me encontré era desolador… Mis feligreses de Letux no tenían ni representación política ni una guía espiritual, ya que su asociación había sido desarticulada por el alcalde y el anterior cura ecónomo, intimidado por los izquierdistas más radicales, había permanecido cuatro meses al frente de sus fieles de manera acongojada. Yo estaba decidido a no amedrentarme ante una situación adversa, y quise dar un giro radical a la situación, infundiendo fervor a los devotos y propiciando una acción política que iba a cubrir la ausencia de un partido católico.
El poder republicano se atribuyó la potestad de aprobar o prohibir las manifestaciones públicas de culto. Ya en octubre de 1931, antes de mi llegada, José Artigas negó la autorización para celebrar la procesión del Rosario de la Aurora, tradicional en el pueblo. Me puse manos a la obra.
Ante la prohibición municipal, conseguí que los rosarieros cantaran sus coplas en la Basílica del Pilar de Zaragoza el día de Reyes de 1932, dando publicidad al asunto en El Noticiero, el diario católico de la capital. Yo mismo me convertí en su «corresponsal» en Letux. Pero fue en el periódico El Cruzado Español, donde escribí un largo artículo denunciando como dictadorzuelo a Artigas y relatando el hostigamiento que había sufrido junto a mis feligreses para impedir que se reunieran, aunque fuera privadamente. El mismo Artigas se personó en la puerta de la iglesia con guardias y concejales, mientras los rosarieros ensayaban sus cantos, y a la salida los cacheó él mismo escrupulosa e infructuosamente a todos –sin exceptuarme a mí- ¡por si llevábamos armas! Aquello era demasiado…
Varias de las personas más representativas del pueblo, tomaron la decisión de resucitar la extinguida Sociedad Republicana de Derechas, convirtiéndola en Sociedad Tradicionalista. Así, la feligresía católica articuló la oposición a la política republicana y anticlerical liderada por el alcalde, cuya autoridad empezó a ser cuestionada por injusta. La vida cotidiana en Letux se vio totalmente impregnada de esta polarización. Los republicanos radicales no soportaban que el sector católico se organizara, reivindicara sus derechos y manifestara su fe en público. Los acontecimientos se precipitaron a partir de la celebración del primer aniversario de la República. El 14 de abril de 1932, un grupo de jóvenes radicales con la banda de música tocando aquello de Si los curas y frailes supieran la paliza que les vamos a dar… quisieron meter la bandera republicana en la casa parroquial y hacerme pasar a mí por debajo de ella. Me enfrenté a ellos blandiendo un bastón, dispuesto a vender caro mi pellejo. Al poco, aparecieron los tradicionalistas y los dos grupos quedaron frente a frente. La cosa acabó ahí. Meterse con un cura solo… tenía que ser cosa fácil. Pero frente a tantos, los anarco-republicanos se lo pensaron mejor.
José Artigas me denunció al arzobispo D. Rigoberto Doménech. Remitió un oficio al arzobispado de Zaragoza rogando «urgente resolución para el bien de la Iglesia y del orden público de esta localidad», al que adjuntaba una carta en la que relataba los hechos y solicitaba que el párroco fuese removido de su cargo, ya que su actividad era «nula y estéril» y tenía «el odio del pueblo», como confirmaban las 130 instancias de sus correligionarios que protestaban por los hechos… D. Rigoberto se informó con el arcipreste de Belchite que, en líneas generales, defendió mi actuación aunque me recomendaba moderación y prudencia.
La cosa se tensó todavía más cuando el día de Santiago se exhibió en el balcón del Circulo Tradicionalista la bandera roja y gualda. Artigas puso una denuncia en el juzgado y se exigió el pago de 250 pesetas de multa que los tradicionalistas se negaron a aceptar. El alcalde se puso como una fiera, pues no soportaba ninguna oposición y decidió no dejar pasar ni una más.
Unos días después del fallido intento de golpe de estado del general Sanjurjo, las autoridades suspendieron la edición de El Noticiero y en Letux cerraron el Círculo Tradicionalista. Al atardecer del 18 de agosto de 1932, se oyeron unos tiros por el puente del río. Un guardia y el mismo alcalde, que inspeccionaban las afueras del pueblo, afirmaron luego que habían disparado sobre ellos. Entonces José Artigas y el guardia se dirigieron a investigar la procedencia de los supuestos disparos y encontraron en la calle del Cantarranas, costera del horno, a Jesús Tello, buen cristiano y significado carlista, festejando con su prometida en la puerta de la casa de ésta, en presencia de una hermana y del futuro suegro. Le preguntaron: ¿Quién ha sido el último en llegar aquí? Jesús Tello, sentado de espaldas a horcajadas en una silla, se volvió y les dijo: Yo. El guarda inmediatamente le pegó un tiro en la sien y Jesús cayó malherido. Llevaron luego a la víctima Ayuntamiento y allí lo dejaron en una sala hasta que murió desangrado, impidiendo que el médico del pueblo, Marcelino Morán, lo atendiera, por ser también él tradicionalista.
La noticia del suceso llegó hasta el hermano de Jesús, Francisco Tello, que volvió rápidamente del campo. Enfurecido, cogió un revolver y esperó en la casa familiar la llegada del alcalde de Letux, al que creía directo responsable de la muerte de su hermano. Al verle, le descerrajó un tiro en el vientre. José Artigas murió en su casa poco después. Se oían disparos por las calles… Los unos atacaban, los otros se defendían.
Una masa sedienta de sangre se dirigió a la abadía para tomarse conmigo cumplida venganza, pues me consideraban el culpable de la actitud decidida del pueblo católico. Yo me encontré sitiado en la casa parroquial, pues me hacían inductor del asesinato del alcalde. Me defendí como pude disparando desde el balcón con mi escopeta de caza a fin de intimidarles. Y lo hice, hasta que pude entregarme a la Guardia Civil que me encarceló en Zaragoza hasta que, tras el correspondiente juicio, bastantes meses después, salí absuelto. Una compañía completa de la Guardia Civil acabó tomando el pueblo. Detuvieron al ejecutor de Artigas y a más de cien personas, hombres y mujeres, todas del elemento católico. Entre ellas, hasta a los padres y hermanos de Jesús Tello. El guardia, el asesino material, quedó impune.
El arzobispo D. Rigoberto, recobrada mi libertad, tras hacerme ecónomo de dos parroquias en el campo turolense, me recomendó por mi propio bien, ya que era un cura muy significado, que me trasladara a América como misionero. Así lo hice a principios de 1936, lo cual me evitó las penurias de la guerra civil. Y allí, cargado de años, acabé mis días.
Y si miro hacia atrás y contemplo ahora el presente, siempre llego a la misma conclusión: Mientras los católicos estén sometidos al poder –el que sea- y vivan encerrados en sus iglesias sin rechistar, habrá –según los enemigos de la fe- paz y “cohesión social”. Pero cuando actúen como ciudadanos de pleno derecho, anuncien el Evangelio de verdad y planten cara, entonces a un gobierno republicano arbitrario y anticlerical y ahora a un Estado corrompido y corruptor de cuerpos y almas… Seremos nosotros, los católicos, los rebeldes, los integristas e intolerantes, los ultracatólicos, como dicen ahora, los culpables de la crispación, del estallido de la violencia y de la rotura de la convivencia. De esa democrática convivencia en la que, con un puñado de votos manipulados por la televisión, unas élites depravadas legislan sobre lo humano y lo divino, violentando la verdad y hasta la propia naturaleza humana. No cedimos entonces, aún a costa de la sangre de miles de católicos y sacerdotes martirizados por su fe. ¿Cederemos precisamente ahora? ¿Nos haremos indignos de la herencia de nuestros héroes?