Redacción (Clemente Polo) – Cataluña ha vivido un fin de semana intenso, protagonizado por la amarga despedida de Artur Mas i Gavarró de la política, y el entierro anticipado de la sardina. Me refiero, claro está, al casi nonato Partido Demócrata Catalán (PDeCAT), constituido en julio de 2016 para poner tierra de por medio con la otrora todopoderosa Convergencia Democrática de Catalunya (CDC), el partido de los Pujol, Mas y Puigdemont. Barcelona (España), viernes 19 de enero de 2018. Fotografía: El expresidente de la Generalidad de Cataluña y presidente de Convergencia Democrática de Cataluña (CDC), Artur Mas, impone la medalla representativa del cargo al nuevo presidente de la Generalidad, alcalde Gerona hasta el mismo instante de Cataluña y también alto cargo de CDC, Carles Puigdemont, que hoy, domingo 12 de enero de 2017, ha tomado posesión, tras el rechazo frontal de la ultraviolenta CUP de la candidatura de Artur Mas. Archivo Efe.
Y la semana que empieza llega también muy cargadita. El lunes, la Audiencia Provincial de Barcelona hizo pública la sentencia del caso Palau-CDC y el miércoles 17 se constituirá el Parlament de Cataluña, un espectáculo circense que promete superar incluso el sainete puesto en escena en la pasada legislatura.
Moises y el PDeCAT al sumidero
A Artur Mas se le recordará como aquel presidente del gobierno de la Generalitat que haciendo gala de su irrefrenable oportunismo decidió subirse al carro de la independencia el 11 de septiembre de 2012 y sucumbió a manos de una decena de insobornables matronas feministas y pancatalanistas, rabiosamente socialistas y anticapitalistas, que decidieron vetar su investidura y enviarlo a la papelera de la historia. Nombrado presidente del PDeCAT en julio 2016, deambuló errante y errático por la política catalana, esperando inútilmente que el ‘pueblo’ reclamara su vuelta y se ha despedido de la política a las puertas de la Tierra prometida mientras su testaferro les asestaba, a él y a su criaturita, el PDeCAT, el golpe de gracia desde Bruselas.
Las tribulaciones de Mas y CDC comenzaron el 23 de julio de 2009 cuando la policía judicial irrumpió en el sagrado templo del Palau de Música Catalana y salió de allí cargada, no con viejas partituras olvidadas, sino con trece cajas con abundante documentación cuyo contenido acabó por incendiar el oasis catalán. Las declaraciones de los delincuentes confesos, Millet y Montull, presidente y gerente de la Fundació Palau de la Música-Orfeó Català, permitieron desvelar el modus operandi que utilizaba CDC para financiarse ilegalmente. Según se desprende de las investigaciones, algunas empresas adjudicatarias de obra pública donaban un porcentaje de la cuantía a la Fundación del Palau que los diligentes Millet y Montull se encargaban de hacer llegar a CDC. El presidente Maragall estaba en lo cierto cuando en 2005 le espetó a Mas en sede parlamentaria, ustedes tienen un problema que se llama 3%, aunque al parecer se quedó corto.
La suerte de Mas ha ido de la mano de la de Daniel Osácar, el hombre que fue su secretario personal entre 2000 y 2005, y se convirtió en el tesorero de CDC y de la fundación Trias Farga y su sucesora FemCat. La publicación de la sentencia del caso Palau-CDC cifra la cuantía de los fondos recibidos por el partido de Pujol, Mas y Puigdemont en 6,6 millones de euros y el juez condena a Osàcar a 4 años y 5 meses de prisión. Nadie espera que Mas tenga la gallardía de asumir las responsabilidades en que incurrió su subalterno en los años claves en que desempeñó los cargos de consejero de Política Territorial y Obras Públicas (1995-1997), consejero de Economía (1997-2000) y primer consejero del gobierno de la Generalitat (2000-2003). Hay indicios de que la práctica de cobrar comisiones no se circunscribía a empresas remilgadas que, como Ferrovial, disimulaban por pudor sus pagos patrocinando al Palau, sino que ese trataba de una práctica generalizada. Lo que hoy se ha juzgado es la punta visible del iceberg de la corrupción convergente.
Aunque el caso Palau-CDC fue el inicio del fin de Mas y CiU, su oportunista conversión al secesionismo en 2012 le ha causado también numerosas tribulaciones. A pesar de las presiones ejercidas por la Generalitat, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) le juzgó por desobedecer al Tribunal Constitucional y organizar la consulta ilegal que se celebró en Cataluña el 9 de noviembre de 2014. A la inhabilitación de dos años que le impuso el TSJC, hay que sumar la fianza de 5,2 millones que le exigió el Tribunal de Cuentas para cubrir el daño causado al erario público. Si bien la ANC puso 2,2 millones para hacer frente a la fianza, quedan 3 millones por pagar y Mas tiene su vivienda y propiedades embargadas. Por si todo esto fuera poco, el juez Llarena del Tribunal Supremo, instructor de la causa por rebelión, secesión y malversación de caudales públicos contra varios ex-consejeros del gobierno de la Generalitat y contra los presidentes de la ANC y Òmium, va a citar a Mas como investigado por su presunta pertenencia al “comité estratégico” que protagonizó el “inaceptable intento de secesión” que culminó con la proclamación de la república catalana el 27 de octubre de 2017.
En su lacónica despedida ante los militantes abducidos por Puigdemont, el expresident no pudo reprimir su sentimiento de frustración al verse alejado de la primera línea política y les previno del peligro que entraña arrojarse en brazos de “líderes que confunden la realidad con la ideología”. El reproche, válido para él mismo, iba dirigido a su locuaz epígono flamenco, que le contestó a renglón seguido empleando el plural mayestático: “no sufrimos ningún trastorno de ideología”. Arrojado a la papelera de la historia por su propio partido, Mas dispondrá ahora de todo el tiempo del mundo para hacer frente a las causas judiciales que le esperan. Víctima de la corrupción y de su propia altivez y oportunismo, Mas pasará a engrosar la lista de los peores políticos catalanes: por haber acabado con CiU y haber arruinado su propio partido, dejándolo en manos de un prófugo amoral.
Adelanto del Carnaval en Cataluña
El 17 de enero están convocados los diputados que obtuvieron escaño en las elecciones del 21-D para constituir el Parlament de Cataluña. Se pondrá en marcha la XII legislatura que, me atrevo a pronosticar, será más bronca e incluso más corta que la precedente. Puigdemont y su grupito de junteros y aduladores insisten en que todo lo que no sea investirle a él presidente será un ‘fraude democrático’ y están dispuestos a retorcer el reglamento de la Cámara y saltarse el Estatut o lo que haga falta. Sorprende tanta insistencia y personalismo, máxime habida cuenta que Puigdemont manifestó en distintas ocasiones tras su azarosa investidura el 10 de enero de 2016 que carecía de ambiciones personales y no se presentaría a la reelección. “No seré presidente dentro de un año”, afirmó el 5 de enero de 2017.
Puigdemont no puede refugiarse aduciendo que no fue él quien convocó las elecciones del 21-D, porque en su mano estuvo hacerlo y prefirió salir huyendo. Lo más incomprensible del embrollo republicano –nadie entiende que quien se considera el ‘presidente legítimo’ de un gobierno en el exilio aspire a ser investido por diputados escogidos en unas elecciones ‘ilegítimas’– es que la dirección de ERC haya buscado refugio en los letrados de la Cámara, a los que hizo caso omiso en la pasada legislatura, para poner reparos a la investidura de un ausente Puigdemont. ERC obtuvo 935.861 votos frente a los 948.233 que obtuvo JxC, y los republicanos están tan legitimados por las urnas como JxC para presentar su candidato. De hecho, resultaría una grotesca afrenta para Junqueras, preso por afrontar sus responsabilidades como vicepresidente del gobierno de la Generalitat, que su partido apoyara la elección del expresidente prófugo.