Redacción (Clemente Polo) – Había buenas razones para pensar que Cataluña no podría constituirse como estado independiente en forma de república, por muchas veces que la ajustada mayoría de diputados secesionistas en el Parlament –72 de 135 que representaban al 47,7% de los votantes– aprobara resoluciones y leyes inconstitucionales y diera por iniciado el proceso constituyente, y por muchas veces que el gobierno de la Generalitat se empeñara en declarar constituida la república catalana, nadie sabe si simbólicamente o de veras, tras celebrar con nocturnidad y alevosía una consulta ilegal (1-O), en la que tampoco nadie sabe quién votó ni cuántas veces. Resultará difícil de borrar de la retina la imagen del gobierno de la Generalitat y los diputados del Parlament saltándose la Constitución y el Estatut que los legitimaban y pretender al mismo tiempo dar por ‘legítimo’ el resultado. Barcelona (España), viernes 5 de enero de 2018. Fotografía: El figado sedicioso rebelde expresidente de la Generalidad de Cataluña, Carles Puigdemont, habla con el exvicepresidente catalán, Oriol Junqueras, alias el ‘osito’, durante una sesión del Parlamento autonómico de Cataluña. Archivo ACN
La primera causa del fracaso del secesionismo es que, al no contar con un respaldo social aplastante, el intento de llevar el órdago al Estado hasta sus últimas consecuencias ha acabado por despertar a la mayoría silenciosa que había permanecido entre anestesiada y atemorizada durante las últimas décadas. El poder que otorgaba a la Generalitat el control de los presupuestos del sector público en Cataluña, sin prácticamente interferencias del Estado, permitió a los dirigentes del Gobierno, Diputaciones y Ayuntamientos desplegar sus redes en la sociedad y ejercer un control casi omnímodo sobre los medios de comunicación (prensa, radio y televisión), los itinerarios escolares y los libros de texto, los órganos rectores de las Universidades, las organizaciones sindicales, los colegios profesionales, las asociaciones culturales y educativas, etc. La capacidad casi ilimitada de proporcionar empleos bien remunerados y facilitar el acceso a subvenciones y contratos fueron los mecanismos utilizados por la Generalitat para ir comprando voluntades y marginando simultáneamente a cualquier ciudadano, empresa o asociación que mostrara tibieza o entorpeciera sus designios soberanistas. La situación empezó a cambiar el 30 de septiembre, cuando la mayoría que callaba y aguantaba rompió su silencio con un sonoro ¡basta ya!, y salió a la calle para reivindicar el ordenamiento constitucional y exigir responsabilidades a los golpistas. Esperemos que este cambio tenga consecuencias en las elecciones del 21-D.
La segunda razón del fracaso cosechado por la Generalitat es la soberbia de los líderes nacionalistas, esa suerte de impostado supremacismo que les alienta y acaba haciéndoles creer que son el ombligo del mundo, cuando en realidad Cataluña es bastante poquita cosa: 7,4 millones de habitantes que generan el 1,5% del PIB de la UE. Dejando al margen las chuscas historietas que atribuyen al genio catalán desde el nacimiento de la democracia hasta el descubrimiento de América, pasando por la autoría de El Quijote, lo cierto es que los lideres secesionistas contaban con que la UE obligaría al Gobierno español a sentarse a negociar las condiciones de la independencia, en cuanto ellos la declararan. Cualquier persona con conocimientos elementales sabe que la UE es un conjunto de Tratados –en los que ha ido estableciendo con minuciosidad las funciones y reglas por las que se rigen cada institución–, y podía haber anticipado que la UE jamás aceptaría la secesión ilegal de una región de un Estado miembro. Y así ha sido. Los líderes del Parlamento, el Consejo y la Comisión la han rechazado con contundencia, y ni un dirigente de un solo Estado miembro ha hecho el más mínimo gesto de complicidad. Despechados y contrariados, los dirigentes secesionistas se dedican a denigrar también a las instituciones europeas en Bélgica.
La tercera causa del fracaso de la operación salida es la fuerte dependencia económica de Cataluña del resto de España (RDE) y del resto de la UE (RUE). El auge de la economía catalana durante los tres últimos siglos se explica por el acceso de sus comerciantes y empresas al mercado español (incluidas las colonias) donde colocaban sus manufacturas y bienes industriales, un mercado protegido por prohibiciones y aranceles hasta la puesta en marcha del Mercado Único en 1992. Aunque el comercio se ha diversificado considerablemente desde entonces, y Cataluña exporta bienes y servicios tanto al RDE como al RUE, la situación de dependencia no ha cambiado en lo esencial. En caso de secesión, Cataluña quedaría excluida de la UE y los tratados dejarían de aplicarse desde ese mismo instante y sus exportaciones a sus dos principales mercados podrían registrar caídas muy severas. En otras palabras, la economía catalana resulta, hoy por hoy, inviable fuera de la UE, máxime habida cuenta que muchas de las sociedades radicadas en Cataluña que invierten, producen y exportan son empresas de la UE.
Cataluña se encuentra en estos momentos en una situación crítica. La creciente inestabilidad política e inseguridad jurídica que fue acumulándose desde las elecciones del 27-S se precipitó a principios de octubre y ha desencadenado el éxodo masivo de casi 3.000 sociedades, incluidas las principales entidades financieras y aseguradoras y empresas no financieras. Se ha resentido el turismo y las últimas cifras de afiliación a la SS y paro registrado tampoco han sido buenas. Por si todo esto fuera poco, Cataluña tiene una administración pública sobredimensionada y ha acumulado 72.532,3 millones de deuda con la Administración Central desde 2012. Todo un record de mala gestión que amenaza el bienestar de los catalanes a los que recomiendo que no se dejen embaucar por los cantos de sirena del interminable viaje a Itaca y presten sus oídos a la ‘soleá’ de Pepe el de la Matrona –dos de cuyos versos encabezan este artículo–, porque como Babilonia quizá Cataluña se hundió porque le faltó el cimiento.
Clemente Polo
Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico,
Universidad Autónoma de Barcelona