Redacción (Ana Maria Torrijos; licenciada en Filología Clásica) – Si el españolito de a pie vive en Cataluña, pierde sus más elementales derechos que son la libertad y el amparo de la ley. Realidad con una implícita advertencia: Aquí reina la república nacionalista-secesionista. Si se deja someter, forma parte de los siervos de la gleba, pero si está convencido que este calificativo responde a épocas finiquitadas y osa enarbolar el libre albedrío, facultad humana de obrar por propia elección, es estigmatizado; “no es de los nuestros” le sentencian y no le atribuyen el ser considerado ciudadano catalán; “es español” le dicen con desprecio y con el agravante de la más profunda ignorancia, porque ser español le concede el ser catalán, por ser el primero un nombre genérico que incluye el segundo también genérico. Barcelona, 25 de mayo 2016. Fotografía: Ana María Torrijos Hernández, licenciada en Filología Clásica. Foto Joseph Azanméné N./lasvocesdelpueblo.
Día que pasa, nos cansamos de oír una y mil veces la palabra demócrata y el calificativo democrático. Todos repiten constantemente esos términos como acreditación, en un país que dice gozar de democracia. Si fuera así, sería innecesario vociferar los términos salvadores con tanta insistencia. No se encuentra a faltar lo que se tiene, por el contrario se invoca cuando no se posee o se quiere hacer creer que se posee.
A pocas semanas de las elecciones generales sería gratificante estar convencidos de que acercarse a las urnas a emitir el voto, permitirá encontrar soluciones a las carencias existentes. Pero no es esa la situación que se vive. Por ser muchas las limitaciones que se han aplicado al sistema parlamentario-liberal en sucesivas legislaturas, ha resultado un modelo de participación ciudadana encorsetado. Quienes tanto alardean y viven de él, quienes no tienen interés en introducir reformas positivas para el propio sistema por si pierden los beneficios adquiridos , han logrado inhabilitarlo.
El ciudadano sin adscripción política y sin el voto debido, se encuentra en una deriva delicada, no tiene espacio posible de libertad para decidir el sufragio. La ley electoral que rompe la igualdad de los votos emitidos, el aval en firmas de los ciudadanos a los nuevos partidos como requisito para participar en campaña electoral, la falta de igualdad para acceder a los medios audiovisuales, las subvenciones de dinero público destinado a la campaña según el número de representantes que hayan conseguido las fuerzas políticas en la anterior legislatura, las encuestas dirigidas por los intereses del que las ordena y otras varias dificultades, distorsionan el sufragio. Después de considerar que no se siente representado por unos partidos ni por unos políticos que se han alejado de las pautas constitucionales, el ciudadano está en un callejón sin salida, se mueve en un dilema, quiere votar, pero le es difícil y hasta en ocasiones imposible.
El relato descrito no está dramatizado. La verdad siempre sale al encuentro por mucho que se quiera ocultar, obviar y escamotear. Los causantes del expolio serán señalados en corto o a largo plazo. Los anales de la Historia son implacables.
Si el españolito de a pie vive en Cataluña, pierde sus más elementales derechos que son la libertad y el amparo de la ley. Realidad con una implícita advertencia: Aquí reina la república nacionalista-secesionista. Si se deja someter, forma parte de los siervos de la gleba, pero si está convencido que este calificativo responde a épocas finiquitadas y osa enarbolar el libre albedrío, facultad humana de obrar por propia elección, es estigmatizado; “no es de los nuestros” le sentencian y no le atribuyen el ser considerado ciudadano catalán; “es español” le dicen con desprecio y con el agravante de la más profunda ignorancia, porque ser español le concede el ser catalán, por ser el primero un nombre genérico que incluye el segundo también genérico. Está en su país pero no puede ejercer y lo más grave, se le priva de los derechos inherentes a la democracia. Una y otra vez los pregoneros políticos insisten en vano: el nacional -se hará cumplir la ley- , es su letanía y el autonómico con la suya, -no hay intención de acatarla-. Hecho incompatible con el sistema democrático del que tanto alardean unos y otros. Y mientras tanto el ciudadano en una confusión total, sea por dejarse dirigir por enganches identitarios desde la escuela, desde las distintas emisoras radiofónicas y cadenas de televisión al servicio del poder sectario que preside las instituciones, o por habérsele marginado al no encajar en la futura tierra prometida monolingüe y arropada con la estelada, y lo más terrible por habérsele convertido en moneda de cambio de la mano de una clase política indigna de representarle. No queda aquí la anomalía democrática, pues si nos dirigimos algo más al sur del país, topamos con la Comunidad valenciana, una tierra a la que se la quiere desnaturalizar, hacerle perder su personalidad para convertirla en apéndice del imaginario imperio catalán y si se puede, también a las Islas Baleares y parte de Aragón. En este escenario, el Estado democrático, inexistente frente a las hordas nacionalistas, sigue prometiendo lo que no se ha dignado a mantener y ejecutar, la ley frente a los intentos de sortearla.
Es de sonrojo los muchos incumplimientos fiscales por parte de los que poseen mayor poder adquisitivo y de sonrojo supino el encontrar en la lista de defraudadores los que durante años han dado lecciones de progresismo social, jaleando que ser honesto, solidario y garante de las libertades es de izquierdas, mientras que mayoritariamente los trabajadores por cuenta ajena están cumpliendo cada año con sus obligaciones.
Para salvar esta sociedad de la pérdida de todo lo alcanzado, es imprescindible poner coto a la acampada en las instituciones de personas no preparadas ni moral ni académicamente. Los partidos se han ido convirtiendo en sectas endogámicas, que permiten existir en los puestos decisivos internos a los que se hacen adeptos, que suelen ser los menos preparados, los que no son capaces de hacer valer su currículum en el ámbito privado. Tiene que desaparecer la infinidad de beneficios que se dan los políticos a ellos mismos, si quieren en voz alta atribuirse el calificativo democrático: Menos días de trabajo al año, menos cotización para recibir una pensión, más indemnización por el puesto perdido, coches oficiales e infinitas subvenciones a asociaciones afines o gestionadas por ellos. Es difícil entender que los políticos diseñen su interesante ritmo de vida y en paralelo marquen los límites a la del resto de ciudadanos en pensiones, en precios de suministros domésticos, en todo aquello que es imprescindible para ser tratados con dignidad.
Si en todo el mundo, con el paso de los años las estructuras de gobierno, los dirigentes, los métodos de acción y la población han ido ajustándose según necesidades y posibilidades, ahora en esta encrucijada difícil, no nos queda más salida que transformar la estructura del Estado si queremos vivir con dignidad y respeto para con nosotros mismos. La salvación no sólo de la Democracia sino también de España y de los Ciudadanos, pasa por este peaje próximo, las elecciones del 26 de junio, una parada demasiado gravosa por los niveles de calidad tan bajos a lo que ha llegado la política. No hay debate de ideas, sólo interesa el poder y esquilmar más aún a las personas que constituyen la soberanía nacional; las movilizan como manada amorfa, de ahí el uso falso y constante de la palabra demócrata, convencidos los políticos de que al nombrarla, las mantendrán sumisas por temor a que les nieguen participar de ella. Llegado a este punto de manipulación innoble, una máxima es obligada, exigirles a los dirigentes de las fuerzas políticas, el respeto a la libertad. Esa meta será alcanzable si conseguimos despertar la conciencia cívica en cada uno de nosotros al eliminar la apatía que de alguna manera nos han impuesto.
Otro concepto emocional, no oral que ha compartido las formas habituales en la acción pública, es el “buenismo” desplegado por ciertos políticos y seguido por otros sin rechistar, otra forma de dinamitar la gran capacidad del hombre de llevar una vida libre, jalonada de momentos de diverso signo, sean exitosos, fáciles de asumir o penosos y arriesgados. Seducen con favores no gratuitos y pretenden que el ciudadano dependa cada vez más del Estado en todas sus necesidades, sujeto a una reglamentación extrema que le ha hecho renunciar a su libertad y sucumbir ahogado en la multitud anónima.
Sí, a la dinámica de la libertad, al concepto de democracia, al talante democrático, a la iniciativa, al hombre conductor de decisiones, al esfuerzo de la sociedad para organizarse. No, a la burocracia, a los infinitos reglamentos, a los déspotas de turno, a los falsos igualitarismos, a los espíritus timoratos y sobre todo a los que nos aplastan en el silencio al arrojarnos a la cara “yo soy demócrata”.