abril 8th, 2017 by José Basaburua
Redacción (Pascual Tamburri Bariain, un pensador español. Pamplona, España, 22 de noviembre de 1970 – Estrasburgo, Francia, 2017 al 30 de marzo. Pascual Tamburri Bariain fue un intelectual español, profesor, doctor en historia medieval y licenciado en ciencias políticas y de derecho, analista político y amante de la montaña. Facilitado a Lasvocesdelpueblo por fuente de Tribuna Vasco) -. Pocos días antes de morir, Pascual Tamburri había enviado a la revista “Razón Española” este pequeño ensayo sobre la relación de la banda terrorista ETA con el tráfico y el consumo de drogas, texto que, a la sazón, habría de convertirse en su último artículo publicado. Pamplona (España), sábado 8 de abril de 2017. Fotografía: La banda terrorista ETA durante la lectura de un de sus comunicados de la tregua contra la matanza de los civiles españoles. Archivo Efe.
El hachís y la marihuana, «drogas blandas», y la cocaína, el speed, la química en general y la heroína en su retorno son drogas. Matan, crean enfermedades físicas y psíquicas incurables y tienen un coste económico y social enorme para el Estado y sobre todo para el pueblo. Pero se han convertido de distintos modos en símbolos de unas generaciones, y ha sido así porque la izquierda ha impuesto sin resistencia la asociación ―patológica― entre consumo masivo de drogas y modernidad y normalidad. Asociación aún más enfermiza y más profundamente arraigada en el entorno nacionalista vasco.
La izquierda impulsa en 2017 en Barcelona la celebración de una convención del ArcView Group, a favor de la legalización del cannabis. Una bandera que hoy es de Podemos, aún más de Bildu-batasuna, y a la que ni IU ni PSOE dicen que no. Tampoco el centro, seamos claros. La alcaldesa Ada Colau ya ha indultado más de cien clubs de fumadores, algunos dedicados al contrabando. Y las cosas son aún más graves en el País Vasco y en Navarra.
Decíamos hace unas semanas en La Tribuna del País Vasco que, en el mundo abertzale, las cosas van mucho más allá. El Gobierno vasco ha presentado una Ley de Adicciones que permite, regula y, en definitiva, favorece el consumo de cannabis. Por una vez, el Gobierno nacional la ha recurrido ante el Tribunal Constitucional, pero como sabemos eso quiere decir muy poco. Y mucho menos con un Mariano Rajoy que se cree necesitado de los votos del PNV. ¿Y por qué quiere el PNV que los vascos se droguen? Palabrería aparte, porque el cambio social que han favorecido durante décadas ha creado una sociedad de policonsumidores; es difícil estéticamente incluso separar el mundo abertzale del consumo de drogas. Y tenerlos contentos implica legalizar lo que hacen. No sólo ellos lo hacen, por cierto, porque el cambio social es mucho más amplio; pero a ellos les afecta mucho más.
En este asunto el punto de vista abertzale ha sido sucesivamente ambiguo, contradictorio e hipócrita. Pero siempre, por distintos medios, criminal.
ETA mató entre 1960 y 2009 al menos a 32 personas diciendo que se dedicaban al tráfico de drogas. La cruzada de ETA contra el narcotráfico se limitó durante más de un decenio a asesinar a pequeños presuntos camellos. El discurso abertzale era sencillo: venden droga, y hacen daño a la juventud vasca; son colaboradores de la Guardia Civil, a la que dan información, que a cambio los protege, y los usa además para corromper a la supuestamente «pura Euskalherria». ¡Qué pena que no fuese verdad! Pero propagandísticamente muchos lo creyeron, o lo aceptaron, durante décadas. ¿Acaso no veían lo que al mismo tiempo consumían, y vendían, los mismos abertzales asesinos?
Los terroristas atentaron con bombas contra locales de ocio juvenil, como el pub El Huerto de San Sebastián en 1980; la discoteca Txitxarro, en Guipúzcoa en 2000; la sala Universal, en Lacunza en 2001; o la discoteca Bordatxo, en Santesteban en 2005. La organización terrorista asesinó, subiendo un escalón más allá de los supuestos traficantes locales (¿enemigos o simplemente competencia?) a José Antonio Santamaría, ex jugador de la Real Sociedad y propietario de la discoteca ibicenca Ku, al que acusaba de traficante… y de informador de la Policía. En 1994 fue asesinado un amigo de Santamaría, José Manuel Olarte, en una sociedad gastronómica de San Sebastián.
El comentario que hizo en los años 90 el portavoz de HB, Floren Aoiz, insistió en el tradicional discurso de ETA: «la droga sirve de arma complementaria a los diferentes aparatos de represión». Con ella «se corrompe a la sociedad vasca y se desorienta a la juventud en el verdadero objetivo de liberación personal y colectiva que se manifiesta en la lucha revolucionaria» y a la vez se mantiene una red de informadores y colaboradores policiales. Veinte años después, uno de los ideólogos de Podemos, el profesor Juan Carlos Monedero, recuperó este discurso: «¿Por qué ETA empezó a asesinar a dealers (camellos) en el País Vasco? Porque resulta que se empezó a distribuir heroína por parte de la Policía en sitios donde la gente podía optar por otras salidas políticas, así que era mejor que se metieran en la heroína» (enlace) . Enemigos, pues, de la patria y del pueblo. ¿Seguro?
«Amonal o metralleta, traficante a la cuneta»
La Policía y la Guardia Civil dijeron y demostraron muchas veces, que mientras ETA decía perseguir al narcotráfico, había y hay personas de su entorno relacionadas con esta actividad. Los miembros de la familia Bañuelos, y luego Juan Fernández Aspiazu y el abogado donostiarra José María Pérez de Orueta no fueron, así, asesinados por traficantes, sino por ser rivales comerciales. O quizás algunos de ellos por ser rivales políticos y como manera de unir a la muerte el descrédito.
Desde el principio casi de la «segunda ETA» había muchos miembros de los comandos adictos o ex adictos a los estupefacientes, y muchos más aún en su entorno social militante. Por ejemplo, en 2010, un comando desarticulado en Ondárroa tenía 39 dosis de cocaína y sustancias para el corte, además de balanzas para pesar la droga. Eso no era inocente, y ni siquiera para su consumo, evidentemente. Era droga destinada a la venta. Eso sí, su venta «militante».
Ya no se trata de un asesino toxicómano, como había sido Ignacio Rekarte y muchos otros. ETA y sus brazos políticos, juveniles, sociales y culturales no sólo consumen y hace ostentación de consumir, sino que han estado implicados en tan ilustre comercio. Razón probable por la que en partes importantes de la sociedad vasca y navarra el consumo es mucho mayor en extensión e intensidad que en otros lugares de España.
¿Una nueva «normalidad revolucionaria»? ETA, como otros grupos terroristas del mundo, como las FARC colombianas, con las que los etarras han tenido vínculos de «solidaridad internacionalista» (enlace), obtiene gran parte de sus ingresos de la droga. ¿Y a quién vendían la droga los etarras? A los jóvenes vascos. Los suyos y los otros. El escritor italiano Roberto Saviano explicó y demostró que ese entorno militante ha traficado, a veces en contacto con otros grupos militantes, y a la vez recurre a la ideología para justificar sus actos (enlace): tanto los asesinatos de unos acusados de traficantes como la existencia de sus traficantes en sus propios espacios sociales.
La droga creció en toda España, a impulso de la izquierda política e intelectual y a tolerancia inerme del centro por tres veces en el gobierno. Fue el PSOE de Felipe González el que despenalizó el consumo de drogas. A partir de ahí, los etarras y batasunos han ejercido el control social mediante la eliminación de unos traficantes y la extensión de las drogas por otros.
¿Eran los criminales abertzales la defensa de la sociedad contra las drogas? Todo lo contrario. Sus simpatizantes y afiliados son con enorme frecuencia consumidores múltiples y son animados a serlo. Sus terroristas son consumidores, valga por todos el criminal «Txeroki» que antes de decidir y ordenar un asesinato se fumaba un porro. (enlace) Como muchos de sus camaradas. Y su banda ―es materia demostrada y juzgada― ha tenido décadas de relaciones con las FARC colombianas, que de drogas algo saben. Así que no se trató de una cruzada de los abertzales contra las drogas, como a veces se presentó para justificar crímenes, sino de la preferencia por ciertos estilos, ciertos consumos y ciertos distribuidores frente a otros. Quien tenga alguna duda, tiene muchos locales juveniles de ese submundo para comprobarlo. Y no tan juveniles.
El hachís ―el de «Txeroki», el de Rekarte y el de cualquiera― es una droga, una droga muy peligrosa, que mata, que crea enfermedades físicas y psíquicas incurables y que, en definitiva, tiene un coste económico y social enorme para el Estado y sobre todo para el pueblo español (enlace). Es, además, un foco de ilegalidad capilar, que llega hasta cada aula y cada centro de trabajo, que permite la creación de redes de delincuentes. Eso les gusta. En el caso del hachís, añadiéndose al resto de problemas creados por la marihuana, y por si fuese poco, es un gran negocio internacional de nuestro gran rival geoestratégico, Marruecos, que financia con la corrupción de nuestra sociedad las debilidades de la suya. Un gran negocio a largo plazo.
Hasta aquí, los hechos. No seremos nosotros los que ejerzamos de puritanos, ni en esto ni en nada. No olvidamos las experiencias vitales de Ernst Jünger, con o sin Albert Hofmann, con cannabis o con LSD. Ni la azarosa vida, muy explicable por lo demás, de más de un piloto militar como Hermann Göring. Y de muchos otros. Pero las que en una minoría pueden ser decisiones individuales, de las que cada uno es responsable moral y socialmente, se convierten en hecatombes cuando pasan a ser un hecho de masas. Pues bien, nosotros vivimos en una sociedad de masas en la que el consumo de drogas y la adicción a las mismas no son ya minoritarios, ni marginales, sino que definen partes enteras de la comunidad. Incluso para algunos son un signo de identidad.
En nuestra sociedad está ampliamente difundida la idea de que las drogas (blandas o no) son inocuas, y comentarios necios tan habituales como «el tabaco es peor» o «el alcohol mata más gente». La ignorancia es lamentable en el pueblo, pero es denunciable en los formadores de la opinión pública; pues bien, esos lugares comunes tan peligrosos, que fomentan y toleran el consumo de drogas, son tópicos progresistas en toda España y en gran medida nacionalistas y de la extrema izquierda en Navarra y el País Vasco.
En general, es la izquierda la responsable de cuanto sucede, es la izquierda la que reblandeció unas normas penales ya de por sí laxas, es la izquierda ―no lo olvidemos, porque hay fotografías― la que ha fumado porros en las Cortes o ha invitado a los jóvenes a «colocarse». El progresismo ―en todas sus siglas― está llamado a responder de este cáncer social, extendido ya a tres o cuatro generaciones. El centrito, por su parte, peca sólo y nada menos, como en muchas otras cosas, de sumisión total a la norma social progresista que otros crearon e impusieron sin respuesta ni resistencia, ni tanto menos marcha atrás.
Da igual si gobierna el centroderecha o no. Aunque los institucionalmente progres no manden, el PP ha demostrado en esto no quererse alejar nada del PSOE, o si acaso adelantarlo en «tolerancia». ¡Corcuera al lado de según quién queda como un peligroso reaccionario! Hoy se sabe, tanto como hace unas décadas y con menos excusas, que el hachís hiere y la marihuana atonta; y que no son malos por ser ilegales, sino que deben ser tan ilegales como cualquier droga, porque matan. Es insólito que los mismos que son talibanes contra el tabaco y ―cosa culturalmente necia― contra el alcohol sean defensores o consentidores de estas formas de adicción malas sin paliativos. Que tienen la ventaja de mantener «ocupadas» y satisfechas a partes de la juventud, y de servir de símbolo para otras. ¿Por qué siguen callando ante la relación, ya más que histórica, entre ETA y su submundo y las drogas? ¿Querría la izquierda batasuna llevar a sus gaztetxes las normas de su, por lo demás, admirada Unión Soviética? No sería mala idea, no…
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marzo 25th, 2017 by José Basaburua
Redacción (José Basaburua es funcionario de la Administración Central del Estado y escritor) – Gilles Finchelstein, director general de la Fundación Jean Jaurès, próxima al Partido Socialista Francés y autor de “Piège d’identité: réflexions (inquiètes) sur la gauche, la droite et la démocratie”, (Fayard, Paris, 2016), afirma en una cita recogida por Marc Bassets el 18 de marzo que “Vivimos una desestructuración de las líneas divisorias. Es decir, la división derecha-izquierda sobre la que se estructuraba toda la vida política hace treinta años, poco a poco ha perdido su legibilidad y, para muchos franceses, su pertinencia”. Pamplona (Navarra) España, sábado 25 de marzo de 2017. Fotografía: Pamplona (Navarra) España, sábado 25 de marzo de 2017. ‘La crisis de la Derecha Política: Modernidad y Posmodernidad ‘, un artículo del colaborador de Lasvocesdelpueblo, José Basaburua. Imagen facilitada por el autor. lasvocesdelpueblo.
No es el único que así opina. Si bien desde otras orillas ideológicas, el impulsor de la equívocamente denominada Nueva Derecha, el también galo Alain de Benoist, asegura en numerosos artículos (especialmente en su todavía inédito libro en español “Le moment populiste, Droite-gauche c’est fini”, PG de Roux, 2017) que los conceptos de derecha e izquierda habrían perdido su vigencia; no en vano, ambos se habrían desplazado, perdiendo buena parte de sus señas de identidad características, convergiendo ambas en gran medida y transformándose en coartada –con diversas sensibilidades cara al mercado electoral- de una oligarquía mundialista impulsora de un totalitario “pensamiento único”.
Más cerca de nosotros, el vasco-francés Arnaud Imatz ha trabajado esta perspectiva en su libro “Droite/Gauche: pour sortir de l’équivoque” (Editions Pierre-Guillaume de Roux, Paris, 2016). En palabras del belga Christopher Gérard, “por división izquierda/derecha, Imatz entiende un artificio creado para reforzar la ideología dominante, mezcla de materialismo y de multiculturalismo dogmáticos, ya que responde a las necesidades de una oligarquía tecno-mercantil que detesta instintivamente todo lo que se opone a la homogeneización fanática del mundo y al reino sin dividir que el Duque de Guise llamaba en su momento ‘la fortuna anónima y vagabunda'”.
A un juicio análogo llegan también en España, si bien desde presupuestos muy diversos, autores como el recientemente fallecido Gustavo Bueno, José Javier Esparza y Rodrigo Agulló.
Desde esta perspectiva, la crisis de las derechas políticas en España, y de otros países, no sería otra que la pérdida de su razón de ser. Ser de derechas significaría muy poco o nada para la mayoría de nuestros coetáneos. Mientras que el espacio social antaño “de derechas” afrontaría, desconcertado y a la defensiva, la revolución cultural radical-progresista que viene desplegándose desde hace décadas, en el contexto de la globalización, su élite política tomaría un rumbo dispar que lo alejaría del mismo. Pero en esta deriva, las élites estarían acompañadas de gran parte de sus electores naturales, integrándose ambos –con más o menos resistencias según los casos- en el nuevo orden de cosas que viene denominándose como posmodernidad.
A lo largo de las tres entregas anteriores hemos pretendido, únicamente, sacar a relucir algunas cuestiones que entendemos decisivas en el debate cultural y político de hoy; especialmente desde la realidad sociológica de lo que se viene llamando “derecha”. No pretendemos ser originales, pues casi todo está dicho ya; pero sí centrar nuestra mirada en los problemas reales.
Nadie mejor que el historiador y ensayista Pedro Carlos González Cuevas para ayudarnos a sintetizar el estado de la cuestión; no en vano es quien mejor y más ampliamente ha estudiado, desde la historiografía científica, la derecha política española y el pensamiento conservador. Y ello sin olvidar que también es uno de los mejores conocedores españoles de otras figuras fundamentales de las derechas europeas, como Charles Maurras, Carl Schmitt o Maurice Barrès. En una entrevista concedida a Todo Literatura aseguraba que “las diversas familias doctrinales de la derecha han sido incapaces de renovarse. El tradicionalismo católico desapareció con el Concilio Vaticano II. La tradición liberal-conservadora de Ortega y Gasset no ha tenido, desde Julián Marías, seguidores de altura. Incluso se ha pretendido dar una interpretación social-demócrata de ese legado. Lo mismo ocurre con la tradición empírico-positivista de Gonzalo Fernández de la Mora. El falangismo murió intelectualmente en los años sesenta del pasado siglo. Por otra parte, la Iglesia católica ha sido incapaz de renovar el apoyo de las elites intelectuales. Las figuras de Pedro Laín Entralgo o de Xavier Zubiri o del ya citado Marías han carecido de continuidad. Los intentos de adaptación de la Nouvelle Droite de Alain de Benoist a la realidad española han fracasado”.
Visto su actual panorama intelectual, por lo que respecta a su expresión política, asegura consecuentemente: “… hay que señalar que existe una clara diferencia entre la derecha como base social y el Partido Popular. El Partido Popular es una parte de la derecha, pero no engloba al conjunto de ese espacio social, político y cultural. En realidad, y lo he dicho muchas veces, es el Partido Popular el enemigo por antonomasia no ya de la consolidación, sino de la aparición de otras alternativas de derecha”. Las principales causas, conforme su juicio, de esta situación serían: “… falta de proyecto político y cultural; desprecio hacia su base social; pereza mental; complejos históricos: la derecha hegemónica no sabe qué hacer, por ejemplo, con el franquismo; desmovilización política, cultural, social; ausencia de alternativas; conformismo, etc.”. En suma, la derecha, o mejor dicho las derechas, sufrirían una crisis de identidad y sentido; con la consiguiente desconexión élite/base social.
González Cuevas concuerda con los demás analistas, mencionados en nuestras anteriores entregas, en que a lo largo de estas últimas décadas la derecha política española se habría refugiado en una gestión de la economía con ciertos toques liberales, renunciando a la batalla de las ideas; de modo que su acción política se caracterizaría por su reactividad ante una izquierda siempre en perpetua ebullición. Pero, lo que es más grave, una vez en el poder se ha limitado a mantener el status quo, de modo que bajo sus gobiernos los avances legislativos y sociales de las izquierdas se han consolidado; especialmente en lo que se refiere al modelo familiar y a la extensión de los denominados “nuevos derechos sociales”. Tal inacción, ¿se debe a una inoperatividad de raíces acaso intelectuales, o a una renuncia expresa de su identidad en tránsito ineludible hacia un nuevo paradigma que no sería otro que el del pensamiento único?
Recordemos que Gonzalo Fernández de la Mora interpretaba los cambios mencionados como un proceso de “desideologización” -que no de desaparición de las ideologías- que generaría, con avances y retrocesos, una convergencia entre derecha e izquierda.
Para el profesor González Cuevas “… la enfermedad fundamental de la derecha realmente existente en España, es decir, el Partido Popular es el ‘centrismo’. Como señala el politólogo Julien Freund, el centrismo es una manera de anular, en nombre de una idea no conflictual de la sociedad, no sólo el enemigo interior, sino las opiniones divergentes”. El autor desvela, así, el preciso mecanismo de ingeniería social del pensamiento único al que la derecha política se habría sometido obedientemente.
La cuestión, entonces, es: ¿por qué la derecha se ha desideologizado en tan sorprendente operación de “centrismo” acelerado? Las élites que así vienen actuando, ¿no tuvieron otras opciones? Como primera respuesta diremos que se mueven “a lomos de la Historia”; si bien espoleados por crematísticos intereses de oligarquía.
Debemos señalar que, para diversos autores, el concepto mismo de “derecha” es cambiante, estando sometido a una rápida evolución histórica. De hecho, no existe un concepto universalmente aceptado de lo que significa derecha política en cualquier momento de la Historia, ni siquiera en diversos contextos geográficos contemporáneos. Derecha, también izquierda, son conceptos en sí problemáticos y según tales autores, progresivamente vaciados de contenido.
José Javier Esparza (“En busca de la derecha [perdida]”, Áltera, Madrid, 2005), constatando lo anterior, concluye que “lo que define a la derecha y a la izquierda es la posición relativa que cada cual ocupa a lo largo del proceso de la modernidad”. De modo que derecha e izquierda son inseparables del debate intelectual por excelencia: la crisis de la modernidad y la irrupción y aprehensión intelectual de la denominada posmodernidad.
Por su parte, Rodrigo Agulló (“Disidencia Perfecta. La Nueva Derecha y la batalla de las ideas”, Áltera, Madrid, 2011) sintetiza y concreta esta cuestión de la siguiente manera: “… la izquierda era la gran heredera del movimiento de la Filosofía de las luces, que a partir de la Revolución Francesa inaugura la modernidad. Y la derecha se convirtió en el custodio de aquellas actitudes de la pre-modernidad que iban siendo progresivamente relegadas por el mito del Progreso. Si tuviéramos que caracterizar muy brevemente esas actitudes, destacaríamos un solo rasgo: su carácter predominantemente antieconómico. Se trataba de ese entramado de valores, creencias y formas de vida propias de las ‘sociedades tradicionales’ que se encontraban en oposición casi absoluta a los intereses de las nuevas clases burguesas, y por lo tanto eran contrarias a la “ideología económica” construida por los padres del liberalismo. De esta manera, la izquierda se situaba siempre del lado del ‘progreso’, mientras que la derecha lo hacía del lado de la ‘conservación’ o la ‘reacción’. Sin embargo, a lo largo de dos siglos el eje de esa confrontación se fue desplazando sistemáticamente hacia la izquierda: mientras la derecha iba progresivamente aceptando la filosofía de las luces y el liberalismo (especialmente en sus aspectos económicos), la izquierda llevaba hasta el extremo la ‘ideología económica’ de los padres del liberalismo, al proclamar el marxismo que ‘todo es economía'”.
Nos encontraríamos, entonces, en tránsito hacia un nuevo escenario, o una nueva época histórica, que se viene denominando posmodernidad, a la vez que son desarbolados los viejos paradigmas filosóficos, los diversos “relatos” explicativos de la realidad y la misma existencia humana; aunque no se sepa apenas de qué se trata en puridad de conceptos. No obstante, debe constatarse que, desde la política y las ciencias sociales mayoritarias, al menos en Occidente, sí se le está dotando de un discurso ideológico articulado y coherente. De ahí el contundente éxito del “pensamiento único” en política, el impacto de las nuevas tecnologías y los cambios antropológicos que ya está generando, y las poliédricas y desconcertantes caras de la globalización. En este contexto, las clásicas “derechas” e “izquierdas”, especialmente las primeras, habrían perdido buena parte de su sentido al no saber adaptarse a una nueva realidad en acelerada transición.
Pero, ¿qué es la posmodernidad? Son muchas las definiciones y buena parte de ellas centradas en aspectos parciales de tan novedoso paradigma: estéticos, existenciales, filosóficos, políticos, antropológicos…
Mencionemos, a modo ilustrativo, una de estas perspectivas. Así, a decir de Daniel Innerarity, “la filosofía ha perdido ‘la esperanza de la totalidad’ (Adorno). Si las totalidades ofrecidas por la modernidad han resultado equivocadas, ahora ya no se ofrece una nueva síntesis sino que se decreta el sincretismo de la razón, la fragmentación del mundo de la vida, la desconexión entre los diversos saberes y dominios científicos, la imposibilidad de justificar la acción y establecer la legitimidad política”.
En tal perspectiva coinciden muchas de las diversas aproximaciones a la posmodernidad, afirmando que la modernidad y sus grandes relatos –o mega- relatos- ya no responderían a los desafíos de la razón; y por lo que más directamente nos atañe, cristianismo y marxismo “clásico” estarían agotados.
La filósofa y ensayista española Rosa María Rodríguez Magda va todavía más lejos, incorporando en su acervo algunas aportaciones de Baudrillard, Bauman y Zizek. Si la posmodernidad postulaba el fin de los mega-relatos, veíamos, transitaríamos hoy en una nueva etapa histórica que denomina “transmodernidad”, caracterizada por la aparición del nuevo “gran relato” de la globalización que estaría respondiendo los retos de la modernidad desde las críticas posmodernas.
Pero también hay autores que niegan la mayor: la posmodernidad no sería sino el conjunto, en ocasiones contradictorio, de las respuestas críticas que desde una “razón adulta” se proporcionarían a la insatisfactoria “razón joven” de la Ilustración y la modernidad (Asensio Martínez Ortega, “La posmodernidad y mi laberinto. Una teoría del conocimiento, 2013, La gran batalla de nuestro tiempo”, A-Anroc, 2014).
En la posmodernidad, liquidados los mega-relatos, las derechas, que transitaron agónicamente en una modernidad a la que se enfrentaron, ¿han perdido su razón de ser? No en vano, el hombre líquido (Zygmunt Baumann), liberado (Foucault), el hombre desarraigado (Josep Miró i Ardèvol), o emancipado (Chantal Delsol) –quienes encarnarían al prototípico individuo posmoderno- son contrapunto de la mentalidad y valores de cualquiera de esas “derechas” aparentemente sin respuestas.
Ya estemos en una crisis histórica, o en la agonía de una modernidad que se resiste a morir, ya en tránsito a un tiempo nuevo todavía en configuración, ello no quiere decir que no sobrevivan -o se generen- disidencias frente a los efectos de la globalización y su pensamiento único: algunas por completo inéditas y apenas expresadas y comprendidas; otras, rescoldos del Viejo Orden y acaso esperanza de un futuro aunque impreciso cambio.
Volviendo al inicio de este texto, veíamos que nuevas problemáticas estarían quebrando la clásica dicotomía derecha/izquierda. Es el momento de hablar de los nuevos actores sociales y de los populismos; lo que haremos en nuestra próxima entrega.
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