Manuel I. Cabezas González es Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas; Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada; Departamento de Filología Francesa y Románica;Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).
Dime que Lees y Te Diré…
En un texto reciente describí cómo lee “El lector mariposa” que utiliza las TIC. Y dejé para otra ocasión la respuesta a las otras dos preguntas que se planteó André Gide, en relación con ciertos “alfabetos-lectores”, y que él formuló así: “Ante ciertas personas, uno se pregunta: ¿qué leerán, cuánto leerán y cómo leerán? Después de ocuparnos del “cómo”, hoy vamos a retomar el tema de la lectura, para centrarnos en el “cuánto” y en el “qué” leen aquellos que leen.
La comunicación es una necesidad para la salud mental del ser humano. Ahora bien, tanto en esa comunicación en diferido que es la lectura como en la comunicación “tête à tête”, la calidad, la variedad, la cantidad y el contenido de los mensajes son determinantes para alimentar, de forma equilibrada, nuestras meninges y favorecer así la adquisición y el desarrollo de nuestras competencias lingüísticas, intelectuales, sociales, etc. En efecto, como lo dejó escrito Ramón y Cajal, “el cerebro es como una máquina de acuñar moneda. Si echas en ella un metal impuro, obtendrás escoria. Si echas oro, obtendrás moneda de ley”. Por eso, Vargas Llosa no tiene reparos en afirmar que, para ser un “buen lector” y no un “simple lector” (o “leedor” o “veedor”, como diría Pedro Salinas), no basta con leer cualquier tipo de texto, sino que hay que hacer “buenas lecturas”. Sólo así la lectura perjudicará seriamente la ignorancia del lector y será un antídoto contra ésta.
¿Cuánto se lee en España? Según la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE), en la España de hoy, el 55% de los españoles no leen nunca o sólo lo hacen a veces, pero jamás han leído un libro. Y para más inri no buscan excusas, sino que se vanaglorian de ello: leer no les gusta y no les interesa; además, es algo superfluo para ellos y prefieren dedicar el tiempo en otras cosas más útiles, divertidas y placenteras; y también añaden la falsa coartada de que no tienen tiempo.
Sin embargo, entre aquellos que saben leer y leen, sólo una pequeña minoría son auténticos “lectores”. Efectivamente, a pesar de que la oferta viva de libros supere el medio millón, los que practican la lectura (mucha o poca) en España leen —de media— 8,6 libros por año, cuando en Finlandia la cifra sube a 47 (casi seis veces más). Por lo tanto, la inmensa mayoría de los españoles que practican la lectura leen muy poco. Y además, leen textos sin músculo que, hace algunas décadas, eran calificados de “literatura de quiosco” y que Vargas Llosa tilda de “basura”. Por eso, estos lectores pueden ser calificados de “leedores” o “veedores”, que Pedro Salinas compara con los anfibios que “entran y salen de lo leído […] sin saber nunca a derechas donde se andan”.
Estos datos denotan, según el Presidente de la FGEE, que el hábito y el índice de lectura no han crecido en España al mismo ritmo que la riqueza y el desarrollo. Por este motivo, se permite afirmar que “hemos pasado del burro al AVE, pero no leíamos mucho en burro y no mucho en AVE”. Por otro lado, esta desafección por la lectura hace que, cada día, cierren 2 librerías en España; sólo en 2014, se abrieron 226, pero se cerraron 912, con un saldo negativo de 686 librerías menos. Y esto es un mal augurio para la salud de la lectura.
¿Qué leen los “leedores” o “veedores”? Dejemos de lado a los minoritarios y auténticos lectores, que leen mucho y hacen “buenas lecturas”. Y escuchemos al Presidente del Gremio de Editores o echemos un vistazo a las listas de los libros más vendidos, para ver qué leen los “leedores” o “veedores”. Para los propios editores —que han aplicado en sus políticas editoriales el principio de José Manuel Lara Hernández, según el cual “nunca se debe confundir el catálogo (el negocio) de la editorial con la biblioteca personal (la cultura)”— la respuesta es clara y contundente: la inmensa mayoría de los pocos libros que consumen los “leedores-veedores” son de pésima calidad. Y van desde los best sellers prefabricados, que avergüenzan a los genuinos profesionales de la pluma, hasta los panfletos de autoayuda, que sólo ayudan a llenar los bolsillos de sus autores y de los editores.
¡Qué razón tenía Maruja Torres cuando verbalizó, a propósito de estos panfletos y best sellers: “Algunos leen libros de autoayuda; otros simplemente leemos para auto-ayudarnos”. Y así nos va el pelo, como ciudadanos y como sociedad: sin brújula, sin faros, sin luces y sumidos en las tinieblas de la ignorancia, somos engañados y manipulados, una y otra vez, por los de la casta política o financiera o por cualquier hijo de vecino, cuando “para nuestra revolución [o regeneración] no hacen falta otras armas que el libro y la palabra”, según D’Alembert, citado por Pérez-Reverte en Hombres Buenos.
Basta también con consultar las listas de los libros más vendidos para llegar a la misma conclusión sobre la calidad de los libros más leídos. Tengo que reconocer, y me avergüenzo de ello, que he sido, en dos ocasiones, “leedor-veedor”. Confieso que he sido infiel a los clásicos (griegos, latinos, españoles, franceses,…) y que he pecado al leer, sólo por curiosidad, dos best sellers, ejemplos paradigmáticos de libros-basura de tramas policiales y de fantasías sexuales. El último, las Cincuenta sombras de Grey, este verano de 2015.
Después de leer, hace años, el primero (Código Da Vinci) y ante la decepción y frustración que sufrí, tomé la decisión firme de nunca más perder el tiempo leyendo un nuevo superventas. Pero, como la carne es débil, volví a las andadas, este verano, cayendo en las redes de Cincuenta sombras de Grey, que una amiga (?) me prestó. Estos engendros y abortos lingüísticos —por sus intrigas banales y sin nervio; y por la prosa rastrera y renqueante destilada— son como el agua, que es descrita por los químicos como un producto sin olor, ni color, ni sabor.
Por lo que respecta al bodrio “Cincuenta sombras de Grey” (editorial Grijalbo), quiero dejar constancia de que la intriga es repetitiva y previsible; y lo que es “repetitivo” cansa; y lo que es “previsible” carece de interés y no es informativo. Por otro lado, la autora hace gala de un léxico liliputiense y acumula, página a página, latiguillos estúpidos y sin sentido, que denotan una miseria lingüística, que la descalifica para el oficio de “escribidor”.
En efecto, en cada página, la narradora repite sin cesar las mismas muletillas: “frunce” el ceño o los labios o la boca; o “se sonroja”; o “¡¡¡uau!!!”; o “pone los ojos en blanco”; o “piensa en la diosa que lleva dentro”; o “se muerde el labio inferior”; o “gruñe”; o “se le sube el corazón a la boca”, etc. Ante esto, uno se pregunta cómo la editorial Grijalbo no arrojó este anti-texto a ese gran amigo de todo buen escritor, la papelera. Parece que, para esta editorial, ha primado más la cuenta de resultados —aunque haya tenido que dar bazofia de la peor especie a sus lectores— que la calidad del producto ofrecido a los mismos. Por eso, dejo constancia aquí de que nunca más mercaré ninguno de sus productos. Y por eso, coloco a la Editorial Grijalbo entre aquellas que dan gato por liebre.
Lamento nuevamente el haber puesto los cuernos a los “clásicos” y el haber leído este libro. Por eso, juro y perjuro que, en el futuro, les seré fiel a mis clásicos de toda la vida. Y hago propósito de enmienda citando lo que dijo, en su día, Don Juan Carlos I, para pedir perdón por haberse ido de pendoneo con “la otra”: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Si “somos lo que comemos” (Feuerbach), yo añadiría que también “somos lo que leemos”. Y por eso, se podría afirmar: “dime qué lees y te diré quién eres”.
Manuel I. Cabezas González; 21 de septiembre de 2015
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