octubre 24th, 2015 by lasvoces

Manuel I. Cabezas González es Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas; Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada; Departamento de Filología Francesa y Románica; Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).

Almagarinos, pedanía del Ayuntamiento de Igüeña, es un pueblo muy pintoresco tanto por su emplazamiento como por sus gentes. Por eso, merece una visita o, mejor, una larga y reposada estancia, sobre todo en la estación estival. Almagarinos está colgado, como un nido de águila,

Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas, Manuel I. Cabezas. Foto archivo.

Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas, Manuel I. Cabezas. Foto archivo.

en lo alto del escarpado acantilado llamado Peñas de Aceite; y, por su ubicación, puede ser considerado como el vigía del valle del río Tremor, sito en el Bierzo Alto. Ahora bien, es también un lugar sin igual por sus gentes.

En este pintoresco pueblo, hay un espacio, que no es ni calle ni plaza o es las dos cosas a la vez, bautizado con el nombre de “El Parlamento”. Está situado enfrente del bar Gonçalves, único bar del pueblo, regentado por la hacendosa y, además, “cordon-bleu”, Deolinda: si pruebas sus sopas de trucha o sus patatas con corzo o jabalí, o su abanico de platos de bacalao (como buena portuguesa que es), seguro que querrás repetir o desearás volver cuanto antes.

Pero, no nos perdamos y sigamos con El Parlamento. Éste es un espacio muy concurrido y polivalente, donde los vecinos del pueblo se reúnen, bajo una pérgola, para parlamentar; para tomar el aperitivo o las copas de rigor (mediodía, tarde, noche y madrugada), los adultos varones y hembras; para disfrutar con los juegos de mesa, los niños y menos niños; y para hacer el filandón (reunión nocturna de mujeres para hilar y charlar, RAE dixit), las mujeres hechas y derechas; ahora bien, éstas ya no hilan, utilizando la rueca y el huso o, más bien, lo que hilan son palabras… y palabras… y palabras…, hasta bien entrada la madrugada.

Este verano de 2015, al ver a las “Filandonas”, siempre acurrucadas en un rincón de la pérgola (cf. foto ut supra), envueltas en sus mantas o cobertores o enfundadas en sus batas de boatiné, para protegerse del frío, e iluminadas por unas velas que les servían, al mismo tiempo, de brasero, uno de los convecinos las bautizó con el nombre de “las rumanas”. Al escuchar esta denominación, como Proust con su magdalena, me vino a la mente el recuerdo de un comportamiento lingüístico generalizado, que observé siendo niño y mozalbete, tanto en Almagarinos como en los pueblos del Bierzo Alto. En efecto, in illo tempore, los vecinos del pueblo abandonaban el uso de los nombres dados en el bautismo religioso y los reemplazaban por apodos o motes, fruto de un bautismo laico, en el que muchos parroquianos oficiaban de sumos sacerdotes.

Sin ánimo de ser exhaustivo y a vuela pluma, voy a recordar algunos, para ilustrar este fenómeno lingüístico y para que los maduros y menos maduros del lugar intenten recordar y descubrir el prístino nombre religioso e identificar al aludido. Los que me han venido a la mente, con la ayuda de algunos lugareños, son los siguientes: El Conde, El Pinto, Cabeza de Oro, El Fréjoli, Pascualín, Charly, Tisso, Pedorril, ***”El Puta”, *** “El Zorro”, El Plantilla, Porreto, El Llobín, El Perdigón, Pepe Gafas, Cutis, El Feo, El Llirón, El Cajonero o Lanfrán, Zoco,… “Que sais-je encore”?

Estos bautizos laicos no sólo eran individuales. También se bautizaba a colectivos, imponiendo gentilicios nuevos a los vecinos de cada pueblo del valle del río Tremor. Así, a los de Almagarinos, se les llamaba los saratos; a los de Pobladura de las Regueras, los franceses; a los de Rodrigatos, los gatos o venteros; a los de Tremor de Arriba, los túzaros o los túerganos;  a los de Tremor de Abajo y Cerezal de Tremor, los queicheiros; a los de la Granja de San Vicente, los ralengos; … Y suma y sigue.

Ante este comportamiento lingüístico del pasado reciente y ante esta cascada inconclusa de motes, quiero hacer algunas precisiones y arriesgar una explicación de los mismos. Por un lado, hay que subrayar el hecho de que sólo eran objeto de bautismo laico los hombres, nunca las mujeres. Por otro lado, hoy, la mayor parte están en desuso y ha desaparecido la costumbre de poner apodos a los convecinos. Y finalmente, hay que reconocer que algunos motes tienen una cierta dosis de mala leche o carga crítica.

Esto me lleva a plantear si estos apodos son, como afirmó el padre de la lingüística moderna, el suizo Ferdinand de Saussure, arbitrarios (p0r ejemplo, no hay ninguna razón o motivo de llamar “mesa” a una mesa; o “perro” a un perro) o todo lo contrario, es decir motivados. En bastantes casos, se podría establecer una relación clara y directa, es decir motivada, entre una persona concreta y el apodo. Y esto pondría en entredicho la teoría de F. de Saussure sobre la “arbitrariedad” del signo lingüístico.

Para terminar, me gustaría formular y arriesgar una explicación de estos bautizos laicos. Durante el régimen franquista (1939-1975), la Iglesia Católica fue omnipresente y omnipotente. Marcaba y ritmaba la vida social, cultural, escolar, laboral, etc. de la sociedad española, imponiendo sus valores, sus criterios y sus preceptos en todos los órdenes de la vida. Entre ellos, la obligación de bautizar a los recién nacidos y de ponerles sólo uno o varios de los nombres que figuran en el santoral; y, además, en español. Ante esta imposición y como reacción a la misma, yo me pregunto si los vecinos, tanto de Almagarinos como de los otros pueblos del valle del río Tremor, no utilizaron precisamente el bautismo laico como vehículo o instrumento simbólico de protesta, de resistencia y de rebeldía para contrarrestar el peso y el poder casi omnímodo de la Iglesia.

Esta interpretación parece estar corroborada por el hecho de que, en la sociedad secularizada de nuestros días, ya no se practican los bautismos laicos, para dar apodos nuevos a las gentes de Almagarinos. Sin embargo, como he expuesto más arriba, este verano, se volvió a los usos del pasado, cuando un convecino calificó con el apodo de “las rumanas” al grupo de “filandonas” del Parlamento. Ahora bien, discrepo con la adecuación de este mote que, sin duda, ha sido motivado por las imágenes de inmigrantes rumanas de etnia cíngara de los suburbios de Madrid, que han aparecido en los medios de comunicación. En efecto, las “filandonas”, por el atrezo y la vestimenta ocasional y nocturna, se asemejan más a las televisivas rumanas madrileñas que a las rumanas comunes; por eso, la inadecuación de llamarlas simplemente rumanas.

Y digo esto con conocimiento de causa. Hace más de un lustro, tuve la oportunidad de visitar, dos veces, la tierra del conde Drácula, Transilvania. Estuve más de dos semanas en Cluj-Napoca, la capital de esta región de Rumanía, y pude comprobar que los rumanos son física, social y culturalmente como nosotros, los españoles corrientes y molientes. No podríamos diferenciarnos de ellos. Por eso, de continuar con el apodo, propongo al oficiante del bautizo laico estival que rebautice a las “filandonas” con el nombre de “rumanas de etnia cíngara” y no “rumanas” a secas. Como dice la ley mosaica, no se debe utilizar el verbo en vano. Y así tendríamos un ejemplo más para poner en entredicho la teoría de Saussure relativa a la “arbitrariedad” del signo lingüístico.

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septiembre 29th, 2015 by lasvoces

Manuel I. Cabezas González es Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas; Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada; Departamento de Filología Francesa y Románica;Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).

Dime que Lees y Te Diré…

En un texto reciente describí cómo lee “El lector mariposa” que utiliza las TIC. Y dejé para otra ocasión la respuesta a las Manuel-Ignacio-Cabezas-González_-las-Profecía-de-un-visionariootras dos preguntas que se planteó André Gide, en relación con  ciertos “alfabetos-lectores”, y que él formuló así: “Ante ciertas personas, uno se pregunta: ¿qué leerán, cuánto leerán y cómo leerán? Después de ocuparnos del “cómo”, hoy vamos a retomar el tema de la lectura, para centrarnos en el “cuánto” y en el “qué” leen aquellos que leen.

La comunicación es una necesidad para la salud mental del ser humano. Ahora bien, tanto en esa comunicación en diferido que es la lectura como en la comunicación “tête à tête”, la calidad, la variedad, la cantidad y el contenido de los mensajes son determinantes para alimentar, de forma equilibrada, nuestras meninges y favorecer así la adquisición y el desarrollo de nuestras competencias lingüísticas, intelectuales, sociales, etc. En efecto, como lo dejó escrito Ramón y Cajal, “el cerebro es como una máquina de acuñar moneda. Si echas en ella un metal impuro, obtendrás escoria. Si echas oro, obtendrás moneda de ley”. Por eso, Vargas Llosa no tiene reparos en afirmar que, para ser un “buen lector” y no un “simple lector” (o “leedor” o “veedor”, como diría Pedro Salinas), no basta con leer cualquier tipo de texto, sino que hay que hacer “buenas lecturas”. Sólo así la lectura perjudicará seriamente la ignorancia del lector y será un antídoto contra ésta.

¿Cuánto se lee en España? Según la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE), en la España de hoy, el 55% de los españoles no leen nunca o sólo lo hacen a veces, pero jamás han leído un libro. Y para más inri no buscan excusas, sino que se vanaglorian de ello: leer no les gusta y no les interesa; además, es algo superfluo para ellos y prefieren dedicar el tiempo en otras cosas más útiles, divertidas y placenteras; y también añaden la falsa coartada de que no tienen tiempo.

Sin embargo, entre aquellos que saben leer y leen, sólo una pequeña minoría son auténticos “lectores”. Efectivamente, a pesar de que la oferta viva de libros supere el medio millón, los que practican la lectura (mucha o poca) en España leen —de media— 8,6 libros por año, cuando en Finlandia la cifra sube a 47 (casi seis veces más). Por lo tanto, la inmensa mayoría de los españoles que practican la lectura leen muy poco. Y además, leen textos sin músculo que, hace algunas décadas, eran calificados de “literatura de quiosco” y que Vargas Llosa tilda de “basura”. Por eso, estos lectores pueden ser calificados de “leedores” o “veedores”, que Pedro Salinas compara con los anfibios que “entran y salen de lo leído […] sin saber nunca a derechas donde se andan”.

Estos datos denotan, según el Presidente de la FGEE, que el hábito y el índice de lectura no han crecido en España al mismo ritmo que la riqueza y el desarrollo. Por este motivo, se permite afirmar que “hemos pasado del burro al AVE, pero no leíamos mucho en burro y no mucho en AVE”. Por otro lado,  esta desafección por la lectura hace que, cada día, cierren 2 librerías en España; sólo en 2014, se abrieron 226, pero se cerraron 912, con un saldo negativo de 686 librerías menos. Y esto es un mal augurio para la salud de la lectura.

¿Qué leen los “leedores” o “veedores”? Dejemos de lado a los minoritarios y auténticos lectores, que leen mucho y hacen “buenas lecturas”. Y escuchemos al Presidente del Gremio de Editores o echemos un vistazo a las listas de los libros más vendidos, para ver qué leen los “leedores” o “veedores”. Para los propios editores —que han aplicado en sus  políticas editoriales el principio de José Manuel Lara Hernández, según el cual “nunca se debe confundir el catálogo (el negocio) de la editorial con la biblioteca personal (la cultura)”— la respuesta es clara y contundente: la inmensa mayoría de los pocos libros que consumen los “leedores-veedores” son de pésima calidad. Y van desde los best sellers prefabricados, que avergüenzan a los genuinos profesionales de la pluma, hasta los panfletos de autoayuda, que sólo ayudan a llenar los bolsillos de sus autores y de los editores.

¡Qué razón tenía Maruja Torres cuando verbalizó, a propósito de estos panfletos y best sellers: “Algunos leen libros de autoayuda; otros simplemente leemos para auto-ayudarnos”. Y así nos va el pelo, como ciudadanos y como sociedad: sin brújula, sin faros, sin luces y sumidos en las tinieblas de la ignorancia, somos engañados y manipulados, una y otra vez, por los de la casta política o financiera o por cualquier hijo de vecino, cuando “para nuestra revolución [o regeneración] no hacen falta otras armas que el libro y la palabra”, según D’Alembert, citado por Pérez-Reverte en Hombres Buenos.

Basta también con consultar las listas de los libros más vendidos para llegar a la misma conclusión sobre la calidad de los libros más leídos. Tengo que reconocer, y me avergüenzo de ello, que he sido, en dos ocasiones, “leedor-veedor”. Confieso que he sido infiel a los clásicos (griegos, latinos, españoles, franceses,…) y que he pecado al leer, sólo por curiosidad, dos best sellers, ejemplos paradigmáticos de libros-basura de tramas policiales y de fantasías sexuales. El último, las Cincuenta sombras de Grey, este verano de 2015.

Después de leer, hace años, el primero (Código Da Vinci) y ante la decepción y frustración que sufrí, tomé la decisión firme de nunca más perder el tiempo leyendo un nuevo superventas. Pero, como la carne es débil, volví a las andadas, este verano, cayendo en las redes de Cincuenta sombras de Grey, que una amiga (?) me prestó. Estos engendros y abortos lingüísticos —por sus intrigas banales y sin nervio; y por la prosa rastrera y renqueante destilada— son como el agua, que es descrita por los químicos como un producto sin olor, ni color, ni sabor.

Por lo que respecta al bodrio “Cincuenta sombras de Grey” (editorial Grijalbo), quiero dejar constancia de que la intriga es repetitiva y previsible; y lo que es “repetitivo” cansa; y lo que es “previsible” carece de interés y no es informativo. Por otro lado, la autora hace gala de un léxico liliputiense y acumula, página a página, latiguillos estúpidos y sin sentido, que denotan una miseria lingüística, que la descalifica para el oficio de “escribidor”.

 En efecto, en cada página, la narradora repite sin cesar las mismas muletillas: “frunce” el ceño o los labios o la boca; o “se sonroja”; o “¡¡¡uau!!!”; o “pone los ojos en blanco”; o “piensa en la diosa que lleva dentro”; o “se muerde el labio inferior”; o “gruñe”; o “se le sube el corazón a la boca”, etc. Ante esto, uno se pregunta cómo la editorial Grijalbo no arrojó este anti-texto a ese gran amigo de todo buen escritor, la papelera. Parece que, para esta editorial, ha primado más la cuenta de resultados —aunque haya tenido que dar bazofia de la peor especie a sus lectores— que la calidad del producto ofrecido a los mismos. Por eso, dejo constancia aquí de que nunca más mercaré ninguno de sus productos. Y por eso, coloco a la Editorial Grijalbo entre aquellas que dan gato por liebre.

Lamento nuevamente el haber puesto los cuernos a los “clásicos” y el haber leído este libro. Por eso, juro y perjuro que, en el futuro, les seré fiel a mis clásicos de toda la vida. Y hago propósito de enmienda citando lo que dijo, en su día, Don Juan Carlos I, para pedir perdón por haberse ido de pendoneo con “la otra”: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Si “somos lo que comemos” (Feuerbach), yo añadiría que también “somos lo que leemos”. Y por eso, se podría afirmar: “dime qué lees y te diré quién eres”.

Manuel I. Cabezas González; 21 de septiembre de 2015

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